19
de abril de 1969.
La
tremenda lluvia castigaba la pequeña localidad de san José de Mayo, el barro corría
por las calles llenas de agujeros, raíces de superficie y asfalto roto.
Los
truenos destrozaban el oído de perros aulladores mientras el viento repartía
azotes de lluvia a los valientes. Entre ellos Jorge y María, que corrían calle
abajo hacia el sanatorio para dar a luz a su sexto y último hijo, Israel, nombre hebreo que significa “fuerza de Dios”. Un
parto horroroso, de rayos y truenos, sangre y lágrimas, desesperación y agónica
fe, la llegada al mundo del sin sentido, otro pobre niño, otra boca en un hogar
lleno de genios sin alas, de Ángeles destronados de un cielo de mediocres, hogar
de lenguas rápidas y cabronas que se divierten con el pelo de los demás, un
lugar donde el mas lento es apaleado y el más rápido viaja solo.
Al
sanatorio llegó Miguel, corriendo como un loco para conocer al pequeño, una
ilusión abrumadora. El empeño por nacer rompió unas aguas contaminadas por la
desgana de una mujer cansada de criar a varones, la incredulidad que detrás de
cada hijo pueda llegar una luz colmada de oportunidades.
Un
sanguinario nacimiento de electrizable dolor, llanto asesino.
La
tormenta calmo su furia y llegó a su fin.
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